Como era de prever en mi, llamémosla así, carrera amateur de lector, al encontrarme ante una novela de un autor que ha recibido el premio Nobel en 1967, me ha parecido la cosa más intragable del universo, que me ha recordado –en lo de aburrido e incomprensible, aunque sean muy distintas- a El Aleph, de Borges.
El caso es que me iba de viaje a Vitoria y necesitaba un nuevo libro. Tenía éste, editado en el año chispún, páginas amarillentas, letra tamaño de llamada explicativa de editorial Cátedra, y aunque me dio pereza, supuse (y supuse bien) que si no lo leía en un bus encerrado durante horas jamás encontraría el momento de hacerlo. Fui leyendo y, ya de regreso, conseguí llegar a casi la mitad. En ese momento me dio pena no seguir, ya que estaba ahí, y así he estado un mes entero hasta conseguir terminarla. Me debería autorregalar algo por ello.
¿Por qué?, podrá preguntarse quien lea esto. Bueno, el vocabulario distinto es el menor de los escollos, proveniente del español guatemalteco; si no, al leer en inglés y encontrar palabras que desconozco me habría sucedido igual y no ha sido así. Pero me he sentido incomodísimo al observar que cuando sucedían ciertas cosas éstas no se explicaban, incluso se mencionaban mucho más tarde de que ocurrieran (ejemplo ficticio: “Cuando la duquesa le dejó a Paco su herencia, éste se alegró mucho.” Ah, ¿pero es que se ha muerto la duquesa? Pues así). Las páginas enteras en que no hay diálogos son eternas y no importa a qué hora el día se lean: no se entienden o necesitan de una relectura, porque el vuelo de una mosca distrae. Por último, tras leer sus cerca de trescientas páginas, creo que no podría escribir más de diez líneas contando lo que sucede, ya que el cúmulo de personajes que aparecen no guardan relación proporcional con el número de acontecimientos que se relatan, y aun dichos acontecimientos son poco más que el gobernar unas tierras para el pueblo o para los ricos y ver quién está de uno u otro lado.
De modo que, queridos lectores de novelas y de mi modestísima crítica, huyan de estas páginas, y quizá de este escritor, como de la peste si quieren conservar su amor a la lectura. Y nunca, pero nunca, como ya habrán oído muchas veces aconsejar, sigan leyendo un libro que no les enganche. Fíjense en mí: he perdido un mes y un estupendo ritmo lector.
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